"En trece tiradas perdí todo. ¡En trece tiradas! El número trece me ha sido siempre fatal, era el trece del mes de julio cuando...
Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas.
Hoy es 13 de julio, el día fatídico en que Athos yendo de caza con su hermosa y joven mujer, fue a socorrerla al caer del caballo y descubrió la flor de lis en el hombro de su amada...
El personaje de Athos que aparece en las versiones cinematográficas siempre ha estado envuelto en un alo de misterio. Pero es en la novela en la que se desprende mejor su aflición, su culpa, su infierno interior...
Así es como Dumas describe a Athos en esta maravillosa novela de aventuras y desventuras, mientras d'Artagnan va a su encuentro sin saber si aún está vivo o muerto, tras dejarle atrás en una encarnecida lucha para cumplir su misión de llegar hasta el conde de Buchkinghan:
"El aire noble y distinguido de Athos, aquellos destellos de grandeza que brotaban de vez en cuando de la sombra en que se encerraba voluntariamente, aquella inalterable igualdad de humor que le hacía el compañero más fácil de la tierra, aquella alegría forzada y mordaz, aquel valor que se hubiera llamado ciego si no fuera resultado de la más rara sangre fría, tantas cualidades cautivaban más que la estima, más que la amistad de d'Artagnan, cautivaban su admiración.
En efecto, considerado incluso al lado del señor de Tréville, el elegante cortesano Athos, en sus días de buen humor podía sostener con ventaja la comparación; era de talla mediana, pero esa talla estaba tan admirablemente cuajada y tan bien proporcionada que más de una vez, en sus luchas con Porthos, había hecho doblar la rodilla al gigante cuya fuerza física se había vuelto proverbial entre los mosqueteros; su cabeza, de ojos penetrantes, de nariz recta, de mentón dibujado como el de Bruto, tenía un carácter indefinible de grandeza y de gracia; sus manos, de las que no tenía cuidado alguno, causaban la desesperación de Aramis, que cultivaba las suyas con gran cantidad de pastas de almendras y de aceite perfumado; el sonido de su voz era penetrante y melodioso a la vez, y además lo que había de indefinible en Athos, que se hacía siempre oscuro y pequeño, era esa ciencia delicada del mundo y de los usos de la más brillante sociedad, esos hábitos de buena casa que apuntaba como sin querer en sus menos acciones.
Si se trataba de una comida, Athos la ordenaba mejor que nadie en el mundo, colocando a cada invitado en el sitio y en el rango que le habían conseguido sus antepasados o que se había conseguido él mismo. Si se trataba de la ciencia heráldica, Athos conocía todas las familias nobles del reino, su genealogía, sus alianzas, sus armas y el origen de sus armas. La etiqueta no tenía minucias que le fuesen extrañas, sabía cuáles eran los derechos de los grandes propietarios, conocía a fondo la montería y la halconería y cerito día, hablando de este arte, había asombrado al rey Luis XIII mismo que, sin embargo,, pasaba por maestro de la materia.
Como todos los grandes señores de esa época, montaba a caballo y practicaba la esgrima a la perfección. hay más: su educación había sido tan poco descuidada, incluso desde el punto de vista de los estudios escolásticos, tan raro en aquella época entre los gentilhombre, que sonreía a los fragmentos de latín que soltaba Aramis, y que Porthos fingía comprender; dos o tres veces incluso, para gran asombro de sus amigos, le había ocurrido, cuando Aramis dejaba escapar algún error de rudimento, volver a poner un verbo en su tiempo o nombre en su caso. Además, su probidad era inatacable, en eses siglo en que los hombres de guerra transigían tan fácilmente con su religión o su conciencia, los amantes con la delicadeza rigurosa de nuestros días y los pobres con el séptimo mandamiento de Dios. Era, pues, Athos un hombre muy extraordinario.
Y sin embargo, se veía a esta naturaleza tan distinguida a esta criatura tan bella, a esta esencia tan fina, volverse insensiblemente hacia la vida material, como los viejos se vuelven hacia la imbecilidad física y moral. Athos, en sus horas de privación, y esas horas eran frecuentes, desapareció como en una profunda noche.
Entonces, desvanecido el semidiós, se convertía apenas en un hombre. Con la cabeza baja, los ojos sin brillo, la palabra pesada y penosa, Athos miraba durante largas horas bien su botella y su vaso, bien a Grimaud que, habituado a obedecerle por señas, leía en la mirada átona de su señor hasta el menor deseo, que satisfacía al punto. La reunión de los cuatro amigos había tenido lugar en uno de estos momentos: una palabra, escapada con un violento esfuerzo, era todo el contingente que Athos proporcionaba a la conversación. A cambio, Athos solo bebía por cuatro, y esto sin que se notase salvo por un fruncido del ceño más acusado y por una tristeza más profunda.
Jamás Athos recibía cartas, jamás Athos daba un paso que no fuera conocido por todos sus amigos.
No se podía decir que fuera el vino lo que le daba aquella tristeza, porque al contrario, sólo bebía para olvidar esta tristeza, que este remedio, como hemos dicho, volvía más sombría aún. No se podía atribuir aquel exceso de humor negro al juego, porque al contrario de Porthos, quien acompañaba con sus cantos o con sus juramentos todas las variaciones de la suerte, Athos, cuando había ganado, permanecía tan impasible como cuando había perdido. Se le había visto, en el círculo de los mosqueteros, ganar una tarde tres mil pistolas(monedas), y perderlas hasta el cinturón brocado de otro de los días de gala; volver a ganar todo esto además de cien Luises más, sin que su hermosa ceja negra se hubiese levantado o bajado media línea sin que sus manos perdiesen su matiz nacarado, sin que su conversación, que era agradable aquella tarde, cesase de ser tranquila y agradable.
No era tampoco, como en nuestros vecinos los ingleses, una influencia atmosférica la que ensombrecía su rostro, porque esta tristeza se hacía más intensa por regla general en los días caluroso del año; junio y julio eran los mese terribles de Athos.
Por el presente no tenía penas, y se encogía de hombros cuando le hablaban del porvenir; su secreto estaba, pues, en el pasado, como le habían dicho vagamente a d'Artagnan.
Aquel tinte misterioso, esparcido por toda su persona volvía aún más interesante al hombre cuyos ojos y cuya boca, en la embriaguez más completa, jamás habían revelado nada, sea cual fuere la astucia de las preguntas dirigida a él."
No os parece adorable? Pues si os imagináis físicamente a Matthew Macfadyen, aún disfrutareis más de su descripción. Él será Athos en la nueva versión de Los tres mosqueteros, con un reparto excepcional que se estrenará el 15 de abril de 2011. Podéis ver la información completa de la producción AQUÍ.